¿Usted se imagina un gimnasio
emocional? Hay varias salas: en una de ellas te presentan, te hacen recordar,
te hablan de cosas tristes, de tal modo que los que están en la sala lloran y
moquean y se limpian con papel higiénico o con toallitas desechables.
En otra sala te hacen enojar. Te
dicen cosas que te enojan. Allí la gente golpea peras de boxeo, patalea, mejor dicho,
hace boxeo, con la protección necesaria por supuesto. En la sala del enojo se hace
mala cara, se amenaza: se dicen cosas como “te voy a matar”. En esta sala se
insulta según la necesidad de cada cual: unos se prestan para ser insultados –por
supuesto debidamente protegidos con tapones para los oídos– y otros insultan. Después
intercambian.
Hay otra sala en la que se ríe,
se celebra, se canta. Esa es la sala de la alegría.
Y también estaría, por supuesto, la
sala del miedo. En ella se le habla a las personas de sus miedos; se las asusta
con su temores: las deudas, el trabajo, los amores imposibles, la soledad
perpetua… en fin, con cualquier cosa que la persona le tenga miedo, desde los
ratones hasta los impuestos, desde el abandono hasta la enfermedad.
Obviamente todas las actividades
del gimnasio son deliberadas, la gente sabe a qué va; sabe que va a practicar
con el miedo o con la rabia como quien va a un gimnasio a levantar pesas que en
su vida cotidiana no va a levantar pero que lo preparan para los menores pesos
del día a día.
¿Qué tal? ¿Ah? ¿Se imagina la fortaleza
y la flexibilidad de los usuarios del gimnasio
de las emociones, para quienes las emociones de la vida normal son pan comido? Se
enojan, experimentan el miedo, se alegran; saben que eso hace parte de la vida
y, como están entrenados, es probable que la emoción no sea tan fuerte como la
que se ha practicado en el gimnasio.
La gente del gimnasio de las
emociones es fuerte física y emocionalmente porque las emociones demandan mucha
actividad física. La gente del gimnasio es flexible porque ha aprendido a pasar
de una sala a otra, de una emoción a otra y del gimnasio a la casa.