Muchas veces cuando voy en el
carro hacia algún destino por una ruta con la que no estoy muy familiarizado, tarde
o temprano se me presenta esta disyuntiva: ¿es a la izquierda o a la derecha?...
Digamos que elijo, según mi criterio espacial, la izquierda. Efectivamente, una
o dos cuadras adelante me doy cuenta de que era a la derecha. Entonces doy
vueltas. Y vueltas. Y vueltas… tratando de corregir el rumbo. No es raro que
aparezca en calles que no conozco, y que me sienta –porque entonces lo estoy– perdido. (Si
no fuera por el GPS creo que hace mucho tiempo mis familiares y amigos hubieran
dejado de verme).
Otras veces, cuando he permanecido
algún tiempo en una oficina y salgo, me dirijo instintivamente hacia donde asumo
que es la salida: salgo a la izquierda, por ejemplo, y me encuentro con una
pared, con la puerta del baño o con la de otra oficina. Me doy cuenta del error
en fracciones de segundo y, avergonzado, corrijo el rumbo. Es como si mi mapa
mental estuviera al revés, como si no pudiera, al invertir el camino, invertir
también el mapa.
Tengo una deficiencia en la interpretación
y manejo del espacio. Cuando estudiaba ingeniería tenía dificultades con el
dibujo técnico. Mis compañeros, –siempre tan empáticos–, decían que yo no era capaz
de dibujar un punto en el espacio. “Idiocia espacial” he bautizado a este
fenómeno. He escuchado que otros le llaman cretinismo geográfico.
Una amiga neuropsicóloga me
dice que puedo tener una “deficiente orientación visoespacial” derivada en mi
caso, dado que no he tenido lesiones cerebrales (se supone), de una dificultad
en la memoria de trabajo y no, como en el caso de las lesiones, de una agnosia
espacial. Acto seguido anota que no es algo grave. Coincido. No es grave, pero
sí frustrante.
Llevo muchos años lidiando
con esa frustración. Cuando me demoro, por ejemplo, en llegar a algún sitio
porque me he desviado una y otra vez del camino, me tranquilizo diciéndome que
se trata de una “perdida pedagógica”, con la esperanza de que la experiencia dará
como fruto un aprendizaje. Aunque tengo mis dudas; no sé si aprendo de estas
perdidas porque muchas veces he vuelto a pasar por los mismos sitios y he tomado,
otra vez, las vías equivocadas.
Otras veces la frustración
me ha llevado a la autoagresión verbal: “idiota” “estúpido”, me digo enojado.
Otras veces a la física: una cachetada o un golpe en una pierna acompañados de
un furioso “¡imbécil!”. Otras veces,
buscando una respuesta sana, he invocado la paciencia. “No me voy a alterar –me
repito– No me voy alterar esta vez…”.
Debo confesar, con
vergüenza, un agravante. Y es que fuera de esta dificultad, a veces, mientras
busco una dirección, hago otras cosas: escuchar la lectura en voz alta de una
aplicación del teléfono; pensar en temas diferentes a la tarea de orientación. Tras de cachetón con paperas, como dicen,
actitud esta que no se corresponde con un déficit neuropsicológico sino psicológico:
terquedad, renuencia a reconocer mi déficit y a actuar en consecuencia.
Ayer me volvió a suceder. Me
dirigía a una dirección a la que he ido muchas veces, un par de ellas por una
ruta diferente. Tomé la ruta diferente y me perdí ¡otra vez! Al corregir el
rumbo fui a dar a una calle que no conocía: avanzaba con la angustia de no
saber si me dirigía hacia el norte, hacia el sur, hacia el oriente o hacia el occidente;
sin saber si me alejaba o me acercaba a mi destino. Ni qué decir de ese sentimiento
de menoscabo del ego que aspira siempre a dominar el mundo.
Pero esta vez, después de la
angustia, sucedió algo diferente a la reacción de autorreproche enojado. Experimenté
una iluminación, me pregunté: ¿Dónde está el humor de esto? No me reí ni se me
ocurrió un chiste, pero la sola certeza de que podía haber humor en la situación
me tranquilizó de manera inmediata y absoluta.
Y es que todas las
situaciones frustrantes tienen su lado humorístico. No en vano se ha hecho
humor sobre la muerte, la enfermedad y sobre todo tipo de experiencias que
comportan diferentes grados de sufrimiento o de dolor. El humor es una respuesta
más en la vida, una respuesta diferente a la autopunición, una respuesta
diferente al “palo”, a la “varilla”; una respuesta alternativa al castigo, a la
autoagresión física o mental. Así que, cuando se encuentre en situaciones de
estrés, frustración, angustia o sufrimiento, pregúntese: ¿En dónde está el
humor aquí? ¿Hay humor en esto? Es probable que el hecho de pensar (o saber)
que puede existir humor le haga cambiar de actitud y le tranquilice.