-¿Tanto he cambiado? –le preguntó ella y él le respondió que
no y, aunque era mentira, no era del todo mentira, porque aquella ligera
sonrisa (que expresaba recatada y moderadamente una especie de eterna capacidad
de entusiasmo) llegaba hasta aquí atravesando una distancia de muchos años sin
haber cambiado para nada y lo dejaba confuso; le recordaba con tal precisión el
aspecto que había tenido esta mujer que tuvo que hacer un esfuerzo para no
percibir la sonrisa y verla a ella tal como era en este momento: era ya casi
una mujer vieja.
Milan Kundera
En El Libro de los amores ridículos
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