viernes, 22 de noviembre de 2019

LA MÁQUINA


Cuando sacaron la máquina de la caja no le vieron ningún recipiente para echar aceite; tampoco nada parecido a una superficie generadora de calor. La máquina constaba de un tubo –similar al de un órgano de iglesia– que iba conectado a una base cónica parecida a la de una licuadora y que tenía un tablero con botones de colores.  

Al ver que no era lo que esperaban se dispusieron a guardarla de nuevo, pero el hijo mayor, curioso de temperamento, pidió que lo dejaran accionarla para ver qué era lo que hacía. Concedido el permiso, conectó el cable a la corriente y después presionó el botón que, según el dibujo, encendía la máquina.

Lo único que parecía hacer la máquina era un sonido que no supieron si era porque tenía una falla o era el que, hiciera lo que hiciera la máquina, le correspondía. Casi al mismo tiempo escucharon un sonido similar que provenía, no de la máquina, sino de la boca del niño pequeño de la casa. Tardaron una fracción de segundo en reconocer el sonido: era el de una carcajada.

Un poco desconcertados volvieron a leer –esta vez bien–, las instrucciones de la caja, y entonces lo entendieron: la máquina no era una máquina Freidora. Era una máquina reidora.

Conocido el propósito de la máquina cayeron en cuenta de que el niño, que casi no se reía, lo había hecho. Para constatar la relación causa–efecto volvieron a accionar la máquina y el niño se volvió a reír. Hasta el papá, que era un tipo muy serio, al ver reír a su hijo, no pudo evitar hacer lo mismo y la máquina se ganó la aprobación de la familia. Ahora el hijo mayor tuvo vía libre para explorar sus posibilidades: unas veces variaba –pues la máquina permitía hacerlo– la  intensidad, otras veces la frecuencia y otras el tono, con lo que logró obtener una notable variedad de risas que a su vez hicieron reír a la familia.

La máquina también tenía un programa para a imitar el tono, la intensidad, y las oscilaciones de las risas que escuchaba. Cuando estaba encendida costaba trabajo diferenciar si se trataba de las risas artificiales o de las de sus dueños.

Decidieron –como recomendaba el manual– dejar la máquina encendida todo el día como quien pone un ambientador, pero en este caso no de olores sino de risas.

Se les volvió costumbre dejar la máquina encendida todo el día de modo que entre las risas programadas y las que la máquina aprendía, en la casa se escuchaban risas frecuentes sin que se supiera con precisión si eran las de los miembros de la familia o las de la máquina. A veces eran unas, a veces otras y a veces ambas; así que por efecto de la máquina, esa gente, que antes era reconocida en el barrio por su gravedad y seriedad, se volvió tan risueña que los vecinos se atrevieron a tocar la puerta para saber qué pasaba, qué era lo que hacían, por qué tanta risa.

Los de la casa, que se habían convertido en personas de buen humor, los invitaban a pasar y los vecinos la pasaban muy bien. Al salir, sin embargo, por falta de costumbre, cuando volvían a sus casas, se olvidaban de reír así que las nuevas máquinas no se hicieron esperar y desde entonces se oyen constantemente risas en el barrio a pesar de que las máquinas se fueron dañando paulatinamente y nunca fueron arregladas ni reemplazadas.

viernes, 28 de junio de 2019

¿DÓNDE ESTÁ EL HUMOR AQUÍ?


Muchas veces cuando voy en el carro hacia algún destino por una ruta con la que no estoy muy familiarizado, tarde o temprano se me presenta esta disyuntiva: ¿es a la izquierda o a la derecha?... Digamos que elijo, según mi criterio espacial, la izquierda. Efectivamente, una o dos cuadras adelante me doy cuenta de que era a la derecha. Entonces doy vueltas. Y vueltas. Y vueltas… tratando de corregir el rumbo. No es raro que aparezca en calles que no conozco, y que me sienta –porque entonces lo estoy– perdido. (Si no fuera por el GPS creo que hace mucho tiempo mis familiares y amigos hubieran dejado de verme).

Otras veces, cuando he permanecido algún tiempo en una oficina y salgo, me dirijo instintivamente hacia donde asumo que es la salida: salgo a la izquierda, por ejemplo, y me encuentro con una pared, con la puerta del baño o con la de otra oficina. Me doy cuenta del error en fracciones de segundo y, avergonzado, corrijo el rumbo. Es como si mi mapa mental estuviera al revés, como si no pudiera, al invertir el camino, invertir también el mapa.

Tengo una deficiencia en la interpretación y manejo del espacio. Cuando estudiaba ingeniería tenía dificultades con el dibujo técnico. Mis compañeros, –siempre tan empáticos–, decían que yo no era capaz de dibujar un punto en el espacio. “Idiocia espacial” he bautizado a este fenómeno. He escuchado que otros le llaman cretinismo geográfico.

Una amiga neuropsicóloga me dice que puedo tener una “deficiente orientación visoespacial” derivada en mi caso, dado que no he tenido lesiones cerebrales (se supone), de una dificultad en la memoria de trabajo y no, como en el caso de las lesiones, de una agnosia espacial. Acto seguido anota que no es algo grave. Coincido. No es grave, pero sí frustrante.

Llevo muchos años lidiando con esa frustración. Cuando me demoro, por ejemplo, en llegar a algún sitio porque me he desviado una y otra vez del camino, me tranquilizo diciéndome que se trata de una “perdida pedagógica”, con la esperanza de que la experiencia dará como fruto un aprendizaje. Aunque tengo mis dudas; no sé si aprendo de estas perdidas porque muchas veces he vuelto a pasar por los mismos sitios y he tomado, otra vez, las vías equivocadas.

Otras veces la frustración me ha llevado a la autoagresión verbal: “idiota” “estúpido”, me digo enojado. Otras veces a la física: una cachetada o un golpe en una pierna acompañados de un  furioso “¡imbécil!”. Otras veces, buscando una respuesta sana, he invocado la paciencia. “No me voy a alterar –me repito– No me voy alterar esta vez…”.

Debo confesar, con vergüenza, un agravante. Y es que fuera de esta dificultad, a veces, mientras busco una dirección, hago otras cosas: escuchar la lectura en voz alta de una aplicación del teléfono; pensar en temas diferentes a la tarea de orientación. Tras de cachetón con paperas, como dicen, actitud esta que no se corresponde con un déficit neuropsicológico sino psicológico: terquedad, renuencia a reconocer mi déficit y a actuar en consecuencia.  

Ayer me volvió a suceder. Me dirigía a una dirección a la que he ido muchas veces, un par de ellas por una ruta diferente. Tomé la ruta diferente y me perdí ¡otra vez! Al corregir el rumbo fui a dar a una calle que no conocía: avanzaba con la angustia de no saber si me dirigía hacia el norte, hacia el sur, hacia el oriente o hacia el occidente; sin saber si me alejaba o me acercaba a mi destino. Ni qué decir de ese sentimiento de menoscabo del ego que aspira siempre a dominar el mundo.

Pero esta vez, después de la angustia, sucedió algo diferente a la reacción de autorreproche enojado. Experimenté una iluminación, me pregunté: ¿Dónde está el humor de esto? No me reí ni se me ocurrió un chiste, pero la sola certeza de que podía haber humor en la situación me tranquilizó de manera inmediata y absoluta.

Y es que todas las situaciones frustrantes tienen su lado humorístico. No en vano se ha hecho humor sobre la muerte, la enfermedad y sobre todo tipo de experiencias que comportan diferentes grados de sufrimiento o de dolor. El humor es una respuesta más en la vida, una respuesta diferente a la autopunición, una respuesta diferente al “palo”, a la “varilla”; una respuesta alternativa al castigo, a la autoagresión física o mental. Así que, cuando se encuentre en situaciones de estrés, frustración, angustia o sufrimiento, pregúntese: ¿En dónde está el humor aquí? ¿Hay humor en esto? Es probable que el hecho de pensar (o saber) que puede existir humor le haga cambiar de actitud y le tranquilice.

SUPONGAMOS

Supongamos que usted en el momento en que lee esto se encuentra… ¿Cómo se encuentra? ¿Sí se ha sacado el rato para ver cómo está?, cómo está...