jueves, 28 de enero de 2021

SUPONGAMOS


Supongamos que usted en el momento en que lee esto se encuentra… ¿Cómo se encuentra? ¿Sí se ha sacado el rato para ver cómo está?, cómo está realmente, no lo que responde automáticamente cuando le preguntan como está: bien, trabajando, ahí vamos, esto está muy difícil…,
  sino cómo se siente. El cuerpo, ¿Cómo lo siente? ¿Cómo está respirando, qué músculos tiene tensos?, ¿los de la cara, los del cuello, los de la espalda?, ¿está haciendo fuerza por el dinero, por lo que quiere tener y no tiene, ¿por qué motivo hace fuerza usted? ¿Por qué motivo hace usted esa fuerza mal hecha que no conduce a un resultado, como si haciendo fuerza ahí sentado las cosas van a hacerse realidad?

Yo de usted me sentaba un ratico y veía a ver qué pasa. Me daba el tiempo de relajarme un poco, de dejar a un lado lo que se supone que tiene que hacer, vamos, darse quince o veinte minutos; de todos modos, si las cosas están muy jodidas no se van a joder más por quince o veinte minutos y a lo mejor, quién sabe, se da cuenta de que está tenso y que esa misma tensión le hace ver las cosas más difíciles, hasta imposibles, a lo mejor se da cuenta de que está vivo y de que eso es lo más importante por el momento, que puede disfrutar del solo hecho de existir, que su valor como persona no depende de lo que haga, sino que usted es valioso en sí mismo porque sí, por el hecho de existir, y a lo mejor recupere la esperanza, empiece a ver que las cosas son posibles, se le ocurra alguna idea, así sea pequeña, de algo que pueda hacer por su propio bienestar y por el de los demás, una cosa pequeña, el famosísimo grano de arena, coger el teléfono, llamar a alguien, escucharlo, o escribirle un mensaje gratuito de “todo bien”.

Uno a veces no se da cuenta del bien que hace con las pequeñas cosas, con las pequeñas interacciones; a lo mejor esa persona con la que habla le haga reír, o todavía mejor usted la haga reír, o, mejor todavía, se rían los dos juntos de cualquier cosa, de esas cosas que les pasan y que los ponen a hacer fuerza porque, ya sabe, la mayoría de la gente está haciendo fuerza por algo, y si se ríen un poquito de eso a lo mejor las cosas se vean menos difíciles o en todo caso se toman unas vacaciones de la fuerza y recargan energías para enfocarla en la dirección correcta. Las cosas a veces son difíciles pero a veces también las vemos más difíciles de lo que son.

Me imagino que después de leer esto usted se va a sacar esos quince o veinte minuticos y después de eso, a lo mejor no inmediatamente, pero veinte, treinta minutos después va a sonreír; a lo mejor hasta se va a reír un poco de su estrés y va a volver a lo de siempre, a su lucha, a su esfuerzo, pero con una perspectiva más positiva, más optimista. Claro que con el tiempo y las labores es muy probable que se vaya a estresar otra vez y empiece a ver las cosas difíciles otra vez pero usted ya se sacó los veinte minutos y a lo mejor se va a acordar de ellos y se los va a volver a sacar, y así, va a ir aprendiendo y se le va a ir haciendo un hábito, o de pronto se le va a olvidar, pero en otro momento se va acordar y así va a ir aprendiendo.

Sonría pues.

Insitituto de la Risa.  

viernes, 22 de noviembre de 2019

LA MÁQUINA


Cuando sacaron la máquina de la caja no le vieron ningún recipiente para echar aceite; tampoco nada parecido a una superficie generadora de calor. La máquina constaba de un tubo –similar al de un órgano de iglesia– que iba conectado a una base cónica parecida a la de una licuadora y que tenía un tablero con botones de colores.  

Al ver que no era lo que esperaban se dispusieron a guardarla de nuevo, pero el hijo mayor, curioso de temperamento, pidió que lo dejaran accionarla para ver qué era lo que hacía. Concedido el permiso, conectó el cable a la corriente y después presionó el botón que, según el dibujo, encendía la máquina.

Lo único que parecía hacer la máquina era un sonido que no supieron si era porque tenía una falla o era el que, hiciera lo que hiciera la máquina, le correspondía. Casi al mismo tiempo escucharon un sonido similar que provenía, no de la máquina, sino de la boca del niño pequeño de la casa. Tardaron una fracción de segundo en reconocer el sonido: era el de una carcajada.

Un poco desconcertados volvieron a leer –esta vez bien–, las instrucciones de la caja, y entonces lo entendieron: la máquina no era una máquina Freidora. Era una máquina reidora.

Conocido el propósito de la máquina cayeron en cuenta de que el niño, que casi no se reía, lo había hecho. Para constatar la relación causa–efecto volvieron a accionar la máquina y el niño se volvió a reír. Hasta el papá, que era un tipo muy serio, al ver reír a su hijo, no pudo evitar hacer lo mismo y la máquina se ganó la aprobación de la familia. Ahora el hijo mayor tuvo vía libre para explorar sus posibilidades: unas veces variaba –pues la máquina permitía hacerlo– la  intensidad, otras veces la frecuencia y otras el tono, con lo que logró obtener una notable variedad de risas que a su vez hicieron reír a la familia.

La máquina también tenía un programa para a imitar el tono, la intensidad, y las oscilaciones de las risas que escuchaba. Cuando estaba encendida costaba trabajo diferenciar si se trataba de las risas artificiales o de las de sus dueños.

Decidieron –como recomendaba el manual– dejar la máquina encendida todo el día como quien pone un ambientador, pero en este caso no de olores sino de risas.

Se les volvió costumbre dejar la máquina encendida todo el día de modo que entre las risas programadas y las que la máquina aprendía, en la casa se escuchaban risas frecuentes sin que se supiera con precisión si eran las de los miembros de la familia o las de la máquina. A veces eran unas, a veces otras y a veces ambas; así que por efecto de la máquina, esa gente, que antes era reconocida en el barrio por su gravedad y seriedad, se volvió tan risueña que los vecinos se atrevieron a tocar la puerta para saber qué pasaba, qué era lo que hacían, por qué tanta risa.

Los de la casa, que se habían convertido en personas de buen humor, los invitaban a pasar y los vecinos la pasaban muy bien. Al salir, sin embargo, por falta de costumbre, cuando volvían a sus casas, se olvidaban de reír así que las nuevas máquinas no se hicieron esperar y desde entonces se oyen constantemente risas en el barrio a pesar de que las máquinas se fueron dañando paulatinamente y nunca fueron arregladas ni reemplazadas.

viernes, 28 de junio de 2019

¿DÓNDE ESTÁ EL HUMOR AQUÍ?


Muchas veces cuando voy en el carro hacia algún destino por una ruta con la que no estoy muy familiarizado, tarde o temprano se me presenta esta disyuntiva: ¿es a la izquierda o a la derecha?... Digamos que elijo, según mi criterio espacial, la izquierda. Efectivamente, una o dos cuadras adelante me doy cuenta de que era a la derecha. Entonces doy vueltas. Y vueltas. Y vueltas… tratando de corregir el rumbo. No es raro que aparezca en calles que no conozco, y que me sienta –porque entonces lo estoy– perdido. (Si no fuera por el GPS creo que hace mucho tiempo mis familiares y amigos hubieran dejado de verme).

Otras veces, cuando he permanecido algún tiempo en una oficina y salgo, me dirijo instintivamente hacia donde asumo que es la salida: salgo a la izquierda, por ejemplo, y me encuentro con una pared, con la puerta del baño o con la de otra oficina. Me doy cuenta del error en fracciones de segundo y, avergonzado, corrijo el rumbo. Es como si mi mapa mental estuviera al revés, como si no pudiera, al invertir el camino, invertir también el mapa.

Tengo una deficiencia en la interpretación y manejo del espacio. Cuando estudiaba ingeniería tenía dificultades con el dibujo técnico. Mis compañeros, –siempre tan empáticos–, decían que yo no era capaz de dibujar un punto en el espacio. “Idiocia espacial” he bautizado a este fenómeno. He escuchado que otros le llaman cretinismo geográfico.

Una amiga neuropsicóloga me dice que puedo tener una “deficiente orientación visoespacial” derivada en mi caso, dado que no he tenido lesiones cerebrales (se supone), de una dificultad en la memoria de trabajo y no, como en el caso de las lesiones, de una agnosia espacial. Acto seguido anota que no es algo grave. Coincido. No es grave, pero sí frustrante.

Llevo muchos años lidiando con esa frustración. Cuando me demoro, por ejemplo, en llegar a algún sitio porque me he desviado una y otra vez del camino, me tranquilizo diciéndome que se trata de una “perdida pedagógica”, con la esperanza de que la experiencia dará como fruto un aprendizaje. Aunque tengo mis dudas; no sé si aprendo de estas perdidas porque muchas veces he vuelto a pasar por los mismos sitios y he tomado, otra vez, las vías equivocadas.

Otras veces la frustración me ha llevado a la autoagresión verbal: “idiota” “estúpido”, me digo enojado. Otras veces a la física: una cachetada o un golpe en una pierna acompañados de un  furioso “¡imbécil!”. Otras veces, buscando una respuesta sana, he invocado la paciencia. “No me voy a alterar –me repito– No me voy alterar esta vez…”.

Debo confesar, con vergüenza, un agravante. Y es que fuera de esta dificultad, a veces, mientras busco una dirección, hago otras cosas: escuchar la lectura en voz alta de una aplicación del teléfono; pensar en temas diferentes a la tarea de orientación. Tras de cachetón con paperas, como dicen, actitud esta que no se corresponde con un déficit neuropsicológico sino psicológico: terquedad, renuencia a reconocer mi déficit y a actuar en consecuencia.  

Ayer me volvió a suceder. Me dirigía a una dirección a la que he ido muchas veces, un par de ellas por una ruta diferente. Tomé la ruta diferente y me perdí ¡otra vez! Al corregir el rumbo fui a dar a una calle que no conocía: avanzaba con la angustia de no saber si me dirigía hacia el norte, hacia el sur, hacia el oriente o hacia el occidente; sin saber si me alejaba o me acercaba a mi destino. Ni qué decir de ese sentimiento de menoscabo del ego que aspira siempre a dominar el mundo.

Pero esta vez, después de la angustia, sucedió algo diferente a la reacción de autorreproche enojado. Experimenté una iluminación, me pregunté: ¿Dónde está el humor de esto? No me reí ni se me ocurrió un chiste, pero la sola certeza de que podía haber humor en la situación me tranquilizó de manera inmediata y absoluta.

Y es que todas las situaciones frustrantes tienen su lado humorístico. No en vano se ha hecho humor sobre la muerte, la enfermedad y sobre todo tipo de experiencias que comportan diferentes grados de sufrimiento o de dolor. El humor es una respuesta más en la vida, una respuesta diferente a la autopunición, una respuesta diferente al “palo”, a la “varilla”; una respuesta alternativa al castigo, a la autoagresión física o mental. Así que, cuando se encuentre en situaciones de estrés, frustración, angustia o sufrimiento, pregúntese: ¿En dónde está el humor aquí? ¿Hay humor en esto? Es probable que el hecho de pensar (o saber) que puede existir humor le haga cambiar de actitud y le tranquilice.

jueves, 6 de septiembre de 2018

ANTES ME REÍA MÁS, YA NO ME RÍO TANTO ¿QUÉ HAGO?


La cultura occidental concibe la experiencia de la risa como una respuesta espontánea asociada al humor. No así las culturas orientales. Los asiáticos cuentan desde hace miles de años con templos y clubes en donde las personas van a reír. A ellos nos les parece ridículo reírse de manera "inmotivada". Por lo tanto un reto de la medicina de la risa es promover una cultura de la risa "inmotivada", de la risa como ejercicio, como hábito saludable, como quien va a comer, a conversar, a tomarse un café, a jugar parqués o fútbol. 

La definición que aporta la RAE de espontaneidad es: “Expresión natural y fácil del pensamiento, el sentimiento y la emoción. ¿Cómo hacer para aumentar la probabilidad de que se presente una respuesta espontánea? Buena pregunta.

Pavlov, pionero de la psicología del aprendizaje hizo un experimento: cuando le mostraba el alimento a un perro, también hacía sonar una campana; resultado, el perro salivaba (respuesta espontánea-refleja-fisiológica). Más tarde, con solo oír la campana, el perro salivaba. Conclusión: se puede aumentar la probabilidad de una respuesta espontánea asociándola, o condicionándola con otro estímulo. ¿Qué tal si usted empieza a asociar la respuesta de la risa con otro estímulo relativamente indiferente, por ejemplo el acto de mirarse al espejo en las mañanas?. 

Ahora piense en esto: si en un momento dado dos personas tienen que correr de improviso –suponga que se está cayendo una montaña– ¿Quién podrá emitir la respuesta más eficaz, a saber, correr? ¿El que normalmente hace ejercicio  o el que nunca lo hace? o quién tendrá más probabilidades de correr cuando el bus lo está dejando ¿Una persona que suele correr como ejercicio o una persona que no hace ejercicio? es probable que el que corre por ejercicio arranque a correr detrás del bus y que el que no, opte por esperar el siguiente.

Pasa lo mismo con la risa. La risa puede practicarse como un ejercicio. Correr puede ser, en muchos casos, una respuesta espontánea, una respuesta que no se piense mucho ante la necesidad de correr, pero existe una mayor probabilidad de correr si se practica. El cuerpo está más dispuesto, los músculos que intervienen en el ejercicio están prestos a moverse. Lo mismo ocurre con la risa. Es más probable reír de manera espontánea si se practica la risa. Practicar la risa, ensayándola, hace que aumente la probabilidad de reír de manera espontánea. 

Por último, científicos ingleses han descubierto las bases neurofisiológicas de la contagiosidad de la risa. Existe, nos explican, un "cerebro social" con unas "neuronas espejo" que detectan la risa y preparan los músculos para entrar en acción. La conclusión es clara: si usted se quiere reír más. Rodéese de personas risueñas y asista a eventos o grupos en donde las personas se rían. Vaya a ver comedia, vaya a reuniones donde la gente ríe, hágase reír y haga reír.   


lunes, 23 de julio de 2018

LEO Y "MECHAS"

Vi uno de esos videos de watsapp que se llaman Mad Lips, unos videos en los que doblan la voz de personajes, de escenas, de animales, de bebés, con efecto es hilarante.

El video es de dos leones en un zoológico. Hay un lago.
Uno de ellos va en dirección hacia otro y le dice:
–Vení ome Leo (porque hablan en “medellinense”), seguime te digo una cosa...
El otro león lo sigue.
Le empieza a decir:
–Ome es que estoy preocupado, la gente dice que soy como (sic) agüevao… en ese preciso momento da un mal paso y cae al agua mientras dice (sic) ¡Ay marica!...
El otro dice ¡Ah! este parece como enmariguanado… ¿te ayudo a salir?
–No, –dice el otro–. Yo es quería aprovechar para darme una ducha.

Obviamente contado no es lo mismo que visto. El efecto cómico de una escena en la que un león se cae al agua, puesto en clave de antioqueño o de “paisa”…
Hay que ver el video. El tema es lo que produce.

Es imposible sostener una actitud neurótica mientras se ríe. La risa es como un terremoto, un temblor que sacude la rigidez. Lo que estaba rígido se flexibiliza. Suponga que hay un lugar en el que todo está rígido y quieto. Llega un temblor que mueve todo pero no lo tumba… un temblor que organiza las cosas que se han quedado rígidas.

La risa es como un temblor que nos recuerda nuestro centro, quienes somos en realidad, cuál es la justa medida de las cosas. La risa nos devuelve la esperanza porque nos hace ver la vida llevadera; nos hace pensar que no todo es tan difícil. Un temblor que lo revuelca todo, pero un temblor amable, paradójico, que en lugar de desorganizar las cosas las organiza, que las armoniza, eso es la risa.

¿La risa cambia algo o no cambia nada? Esta es una pregunta como las que usan los monjes budistas para meditar, una pregunta como un koan. Intentemos las dos vías: cambia algo, sin duda; cambia, de manera momentánea el estado mental; se mueve de la rigidez a la flexibilidad.

La risa nos devuelve al lugar en donde nuestras emociones y nuestros sentimientos están en equilibrio, con la balanza un poquito cargada hacia el optimismo, hacia la alegría, hacia la buena disposición.

La risa es, como casi todo en este mundo, un milagro y un misterio. Yo no puedo predecir con certeza cuando me voy a reír. La risa es nos toma a veces por sorpresa, cuando no la esperamos, eso no podemos controlarlo. Pero hay formas de disponerse hacia la risa, de aumentar la probabilidad de reírnos: ir a espectáculos, conversar –la buena conversación suele generar siempre, en algún momento, la risa–. Y podemos ensayar la risa. Reírnos a voluntad, como cuando cantamos

La risa nos revuelca y nos reintegra la esperanza, esa mirada equilibrada de la vida que tiende hacia la posibilidad, que nos muestra que nuestros temores no son tan graves. La risa es una revolución que vuelve a poner todo en orden.

miércoles, 6 de junio de 2018

EL GIMNASIO DE LAS EMOCIONES


¿Usted se imagina un gimnasio emocional? Hay varias salas: en una de ellas te presentan, te hacen recordar, te hablan de cosas tristes, de tal modo que los que están en la sala lloran y moquean y se limpian con papel higiénico o con toallitas desechables.

En otra sala te hacen enojar. Te dicen cosas que te enojan. Allí la gente golpea peras de boxeo, patalea, mejor dicho, hace boxeo, con la protección necesaria por supuesto. En la sala del enojo se hace mala cara, se amenaza: se dicen cosas como “te voy a matar”. En esta sala se insulta según la necesidad de cada cual: unos se prestan para ser insultados –por supuesto debidamente protegidos con tapones para los oídos– y otros insultan. Después intercambian.

Hay otra sala en la que se ríe, se celebra, se canta. Esa es la sala de la alegría.

Y también estaría, por supuesto, la sala del miedo. En ella se le habla a las personas de sus miedos; se las asusta con su temores: las deudas, el trabajo, los amores imposibles, la soledad perpetua… en fin, con cualquier cosa que la persona le tenga miedo, desde los ratones hasta los impuestos, desde el abandono hasta la enfermedad.  

Obviamente todas las actividades del gimnasio son deliberadas, la gente sabe a qué va; sabe que va a practicar con el miedo o con la rabia como quien va a un gimnasio a levantar pesas que en su vida cotidiana no va a levantar pero que lo preparan para los menores pesos del día a día.

¿Qué tal? ¿Ah? ¿Se imagina la fortaleza y la  flexibilidad de los usuarios del gimnasio de las emociones, para quienes las emociones de la vida normal son pan comido? Se enojan, experimentan el miedo, se alegran; saben que eso hace parte de la vida y, como están entrenados, es probable que la emoción no sea tan fuerte como la que se ha practicado en el gimnasio.

La gente del gimnasio de las emociones es fuerte física y emocionalmente porque las emociones demandan mucha actividad física. La gente del gimnasio es flexible porque ha aprendido a pasar de una sala a otra, de una emoción a otra y del gimnasio a la casa.

sábado, 19 de mayo de 2018

LA TIENDA DEL HUMOR.


Ayer estuve en la Tienda del Humor.

Desde que salí de la casa no sabía muy bien qué iba a hacer; tenía unas rutinas en mente, algunas ya hechas, otras estudiadas hace tiempo.

Siempre me debato entre la necesidad de ser yo mismo, de tratar de resolver mi “problema” con la gente, eso que llaman timidez, que yo por más psicología que he estudiado no he logrado resolver.

Cuando pienso en qué hacer en la noche en que puedo presentarme –lugar que nos abren generosamente don Puntilla y su familia– pienso elogiar el lugar y a sus anfitriones.

Que me siento como en casa.

En la Tienda del Humor se siente, lo hablábamos ayer con don Puntilla, calor y color. Es como calor de hogar. El lugar es muy bonito, es calientico, creo que los colores influyen positivamente en el estado de ánimo. La gente está a gusto. Y nosotros, los que fungimos de comediantes por diez minutos, también.

Es una felicidad ir a la Tienda del Humor. Es como una fiesta pero en la que no se bebe (bueno, yo no lo hago y no por asuntos morales sino fisiológicos y legales. La mayoría de las veces porque tengo que manejar y otras veces porque la resaca, aún de cantidades muy pequeñas de alcohol es mortal para mí y me dura dos días, me desequilibra mucho).

Quería hacer un reconocimiento y dar un agradecimiento a la Tienda del Humor y sus anfitriones, a todos, a la familia de Puntilla –perdón por la confianza–. He sido muy feliz cuando he ido allá, ni se diga cuando la gente se ríe.

He pensado que la comedia es una medicina. Para mí lo es, al menos. Me ayuda a expresarme, a sacar emociones, a conectar con la gente. Es como como cuando uno va a una fiesta en una finca y al otro día se hace una especie de foro sobre los momentos más graciosos o más importantes de la noche. En este caso la reunión no la hacemos en una finca sino en el chat.

Somos como una gran familia; sí, es un cliché, pero yo creo que eso es verdad; que cuando se logran ciertos estados emocionales, o ciertas interacciones, se genera un sentimiento de hermandad, una cohesión como la que se tiene en la familia. De algún modo uno siempre está buscando ese tipo de cohesión por fuera de la familia, en la sociedad.

Cuando se hace comedia esa conexión se da: la hermandad, la complicidad, ese sentimiento de que todos estamos en lo mismo; esa cosa de que es imposible hacer comedia y sentirse seguro del todo; esa imperfección que nos iguala y al mismo tiempo esa voluntad, creo, de dar algo, de expresar algo, y bueno, la felicidad que da que la gente se ría… esas risas que quedan pegadas en el recuerdo al día siguiente, que aparecen como fotos que se imponen en la mente.

En fin, que quería dar las gracias a la Tienda del Humor, a Puntilla y a su familia, al caballerosísimo y preocupadísimo, por protector, Esteban, que te pregunta en qué te vas a ir, si te llama un Uber… (no sé si era cierto o bromeaba), agradecer por esa bondad que se siente y se respira ahí.

Muchas gracias a la Tienda del Humor, muchas gracias a las personas que asisten, muchas gracias a los cómicos o comediantes que van… y… qué cosa tan seria para alguien que quisque hace comedia.

No sería más, muchas gracias.

SUPONGAMOS

Supongamos que usted en el momento en que lee esto se encuentra… ¿Cómo se encuentra? ¿Sí se ha sacado el rato para ver cómo está?, cómo está...