Cuando sacaron la máquina de la
caja no le vieron ningún recipiente para
echar aceite; tampoco nada parecido a una superficie generadora de calor.
La máquina constaba de un tubo –similar al de un órgano de iglesia– que iba conectado
a una base cónica parecida a la de una licuadora y que tenía un tablero con botones
de colores.
Al ver que no era lo que
esperaban se dispusieron a guardarla de nuevo, pero el hijo mayor, curioso de temperamento,
pidió que lo dejaran accionarla para ver qué era lo que hacía. Concedido el permiso,
conectó el cable a la corriente y después presionó el
botón que, según el dibujo, encendía la máquina.
Lo único que parecía hacer la
máquina era un sonido que no supieron si era porque tenía una falla o era el que,
hiciera lo que hiciera la máquina, le correspondía. Casi al mismo tiempo escucharon
un sonido similar que provenía, no de la máquina, sino de la boca del niño
pequeño de la casa. Tardaron una fracción de segundo en reconocer el sonido:
era el de una carcajada.
Un poco desconcertados volvieron
a leer –esta vez bien–, las instrucciones de la caja, y entonces lo entendieron:
la máquina no era una máquina Freidora. Era
una máquina reidora.
Conocido el propósito de la
máquina cayeron en cuenta de que el niño, que casi no se reía, lo había hecho.
Para constatar la relación causa–efecto volvieron a accionar la máquina y el
niño se volvió a reír. Hasta el papá, que era un tipo muy serio, al ver reír a
su hijo, no pudo evitar hacer lo mismo y la máquina se ganó la aprobación de la
familia. Ahora el hijo mayor tuvo vía libre para explorar sus posibilidades: unas veces
variaba –pues la máquina permitía hacerlo– la
intensidad, otras veces la frecuencia y otras el tono, con lo que logró obtener
una notable variedad de risas que a su vez hicieron reír a la familia.
La máquina también tenía un programa para a imitar el tono, la intensidad, y las oscilaciones de las risas
que escuchaba. Cuando estaba encendida costaba trabajo diferenciar si se
trataba de las risas artificiales o de las de sus dueños.
Decidieron –como recomendaba el
manual– dejar la máquina encendida todo el día como quien pone un ambientador, pero en este caso no
de olores sino de risas.
Se les volvió costumbre dejar la
máquina encendida todo el día de modo que entre las risas programadas y las que la máquina aprendía, en la casa se escuchaban risas frecuentes sin que se supiera con precisión si eran las de los
miembros de la familia o las de la máquina. A veces eran unas, a veces otras y a
veces ambas; así que por efecto de la máquina, esa gente, que antes era reconocida
en el barrio por su gravedad y seriedad, se volvió tan risueña que los vecinos
se atrevieron a tocar la puerta para saber qué pasaba, qué era lo que hacían,
por qué tanta risa.
Los de la casa, que se habían convertido en personas de buen humor, los invitaban a pasar y los
vecinos la pasaban muy bien. Al salir, sin embargo, por falta de costumbre, cuando volvían a sus
casas, se olvidaban de reír así que las nuevas máquinas no se hicieron esperar y desde
entonces se oyen constantemente risas en el barrio a pesar de que las máquinas se fueron dañando paulatinamente y nunca fueron arregladas ni
reemplazadas.
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